Éramos muy jóvenes todavía. La tarea más importante en el diario era estar atento y tener reflejos. En cualquier momento saltaba la orden. La lapicera y un puñado de hojas sueltas improlijamente dobladas debían estar listas para partir. Podía ser un político que tenía la última noticia o un accidente. Por aquel entonces andábamos por los 30.000 ejemplares. El traje y la corbata se reservaban ocasionalmente para ir a la Casa de Gobierno y el grabador era un aliado ocasional que, en verdad, se usaba cuando el tema que se iba a abordar no se conocía o no se sabía mucho. La agresividad y venganza judicial no existían. El respeto a la prensa era un respeto de verdad. Lo gracioso de aquellas épocas era ver cómo algunos nos poníamos tiradores como vestimenta.
La Redacción era -y sigue siendo- el corazón del diario. Latía desenfrenadamente y sobre la hora del cierre parecía que iba a darle un patatús. La tranquilidad y las pulsaciones bajaban sólo al principio de la tarde. El bullicio era infernal, entre voces, y dedos que amasaban las teclas de las Olivetti, había que levantar la voz para entenderse. Los jefes cuando tenían que dar una orden especial te llevaban al balcón para darte las indicaciones de la próxima misión. Era el “cono del silencio” de la serie “El súper agente 86”.
Cuando terminabas una nota empezabas a dar vueltas. Como si fueran estaciones de trenes te parabas en la máquina de uno o de otro y era ahí donde se cocinaba una nueva producción, una nueva idea, la mejora de alguna nota y seguramente eso derivaba en una anécdota. Y ahí aparecían los fantasmas de otras épocas. Hombres y mujeres sabios que con sus experiencias, con sus aciertos y con sus equivocaciones, nos marcaban el camino. Tal vez ese día supe por qué tenía puesto tiradores.
Las frases de viejos periodistas que ya no estaban tomaban formas y se corporizaban. Hasta el olor del tabaco de algún habano volvía a la redacción. Entre risas y emociones LA GACETA, sus periodistas, sus ordenanzas, sus telefonistas, sus choferes, transmitían la mística de contarles a los tucumanos lo que pasaba. El error que vos cometías en tu Olivetti terminaba siendo un dolor de estómago para el hombre que entintaba los rodillos y te lo hacía saber. Ni hablar de los lectores ofendidos porque el tema que vos creías importante a él no le interesaba y te lo hacía saber en esas sesudas cartas al director.
“Chico, chico, ¿dónde está esa pasión por informar al pueblo?” solía repetir mi primer jefe de cables, esas informaciones internacionales o nacionales que llegaban por “la teletipo”. No sabía nada de coaching, obviamente, pero te mantenía en tensión y sabía transmitir la importancia o el valor del trabajo.
Seguramente él también había sido joven, como todos nuestros maestros y habían recibido la misma transmisión oral, de experiencias y de anécdotas para que aún en contextos muy disímiles (dictaduras o democracia) el periodista pudiera encontrar el texto para comunicarse, las fuentes para acercarse a una necesaria objetividad y el chequeo imprescindible para que la verdad no fuera una simple declamación.
Aquella mística o esta pasión se fueron colando en forma de tinta por las venas de los periodistas. Sigue presente. Las fotos de los pasillos contagian el esfuerzo. Los rostros tensos de esas imágenes describen el profesionalismo de ayer y afianzan el del presente. Aquellos fantasmas siguen dando vueltas y muchos de los periodistas que escuchaban las anécdotas y recibían la maestría de la esencia de LA GACETA son hoy los transmisores de todas estas emociones y de esos conocimientos. Son los que aseguran la perdurabilidad, los que confirman que 110 años es mucho tiempo, más que una vida, y, es, al mismo tiempo, el contagio de una forma de trabajar y de un compromiso ciudadano que excede a los hombres y mujeres que poblaron nuestra redacción.
Ya no somos jóvenes. Las Olivetti están en un depósito y en el hall-museo del segundo piso. Los que contaban algunas anécdotas pasaron a engordar el staff de fantasmas. Las anécdotas siguen despiertas y se desparraman por whatsap o simplemente en una charla ocasional. LA GACETA no habla sólo con el tono monocorde del papel, se comunica por pantallas de todos colores y tamaños. A los recién llegados ni se les ocurre ponerse tiradores, menos aún el traje. Pero apenas son cuestiones formales que el tiempo ha transformado. Sin embargo, la mística distintiva de encontrarse con la pasión de informar sigue intacta, y se sigue transmitiendo, como en aquel número uno de 1912 y con la misma tinta en las venas.